miércoles, 3 de agosto de 2016

Notchnoi Prospekt: historia de una banda experimental rusa (I)

Por razón desconocida, a los niños les gusta el rock alternativo. Cuanto más arduo, cuanto más crispantes sean sus disonancias… Percatóse un servidor de tal fenómeno durante una prueba de sonido con su propia banda, Neverend, la cual fue presenciada, a pleno sol de un mediodía de Mayo, por todo un aula de querubines de primaria.

¿Querubines, digo? Según acabara la pieza más árida del repertorio, escogida al punto para nuestras pruebas de sonido, rompióse en mil aplausos y gritos toda la multitud de niños que, con estruendo semejante, vitoreaba una canción referente a la muerte; a una inminente destrucción, a un final violento de nuestra existencia.

No sin fundamento pensará el lector que el espíritu indómito de un niño se puede henchir con cualquier composición plena de instrumentos percutidos, de modo que, allí donde haya una buena batería, podrá obtenerse un público infantil entregado. Ya que me resulta imposible debatir esta opinión, me conformo con relatar cuán identificado me sentí al ver la actuación en vídeo de una auténtica banda de culto, cuyos orígenes se remontan a los últimos tiempos de la Unión Soviética.

Me refiero a Notchnoi Prospekt, quienes, presentando en vivo uno de sus trabajos más ásperos y sublimes, a saber, «Kisloty» («Ácidos»), contaron con una ilusionada primera fila de niños que bailaban al ritmo de «Ostatki somneniy» y «Mne ne nuzhna informatsiya». Ambos títulos son exponentes de la faceta más industrial de la banda.

Tanto la cámara como el montador se detienen en la danza de una de las niñas, ocupando con tan espontáneo detalle un buen fragmento de película. Pese a lo entrañable del momento, las imágenes acaban por devolvernos a los gigantescos enjambres de viviendas, levantados módulo a módulo, que conforman el Complejo «Atom» de Residencias Juveniles, en Moscú. Un escenario rayano en lo surrealista, pues banda y equipo se encuentran sobre el porche de la tosca mole, de manera que, entre la música y la arquitectura, se produce una simbiosis, cuando menos, inquietante.




Las letras de Notchnoi Prospekt delinean eventos mundanos con extremo detalle, mientras en algún lugar, al fondo, se avecina una visión apocalíptica, como una catástrofe medioambiental o masas totalitarias enfrentándose sin motivo en las calles.

Anton Nikkilä,
músico experimental finés,
fundador del sello N&B Research Digest junto a Alexéi Borísov, de Notchnoi Prospekt


Tecnopop, revivalismo, juguetes

La historia de los moscovitas Notchnoi Prospekt (en español, «Avenida de noche») arranca en 1985, si bien el proyecto que hallamos en tal fecha, difiere con desmesura de la banda de art-rock que a tantos oyentes bizarros ha cautivado. 

Al igual que unos primerizos Suicide, Alexéi Borísov e Ivan Solokovsky se hicieron con un humilde arsenal de juguetes electrónicos –pequeños sintetizadores, cajas de ritmos, pedales de efectos; guitarra y bajo eventuales– que pusieron al servicio de una propuesta con vocación pop, algo circense a veces, y no exenta de pequeñas pinceladas de psicodelia, destinadas sobre todo a nutrir la vertiente cómica de los temas. No faltaron las colaboraciones con vocalistas como Natalia Borzhómova o la después célebre Zhanna Aguzárova, gracias a las cuales, pequeños clásicos como «Okh» adquirieron un singular encanto.

Sucediéranse las cassettes a buen ritmo y, según se implementaran mejoras en el equipo, mutara rápidamente el sonido, tornándose cada vez más pop y adoptando ciertas tendencias revivalistas muy en boga por aquellos años. Surf, Twist, Ska, Rock and Roll clásico… cualquier baile retro era susceptible de pasar por las máquinas para salir del probador con un disfraz semi-nuevo.

Como si de una síntesis de esta etapa se tratara, se produjo el álbum «Gumanitarnaya Zhizn» («Vida humanitaria»), donde encontramos a la mencionada Zhanna Aguzárova ocupando un puesto relevante en la cartelera. Porque, a su modo, la portada de este trabajo se asemeja a un cartel de cine.

Sin embargo, mientras Aguzárova se zambullía en una carrera plena de galas y actuaciones televisivas, primero como parte de la banda Bravo y después en solitario, Notchnoi Prospekt golpearon con virulencia el timón, dando lugar a una de las transformaciones más inquietantes que puedan darse en un grupo de música popular.

En la próxima entrega de este relato, quisiera referir cómo se las arreglaron estos camaleones del rock de vanguardia para desarrollar su nueva personalidad, fuerte y atrevida, sin perecer en el intento. Nos encontramos en 1987, tras apenas dos años de trayectoria de la banda. Y es que el tiempo transcurre tan rápido…


* * *


Nota: el nombre del grupo expresado en caracteres cirílicos (alfabeto ruso) posee el siguiente aspecto: Ночной Проспект. La transcripción al alfabeto latino «Notchnoi Prospekt» es la más extendida en la red, mas no la más ortodoxa. Los conocedores de la lengua rusa suelen recomendar la transcripción «Nochnoy Prospekt».

miércoles, 20 de julio de 2016

Tres álbumes para recordar a Dieter Moebius


La pérdida de Moebius dejó vasta rotura en el tejido de la música alemana de vanguardia. Ocurrió hace ya un año, en ese 2015 durante el cual despidiéranse también los emblemáticos jazzistas Ornette Coleman y Charlie Haden, así como el compositor de bandas sonoras James Horner.

Dado que un servidor no es tan propenso a redactar esquelas como a festejar el legado de los artistas, ausentes o no, encuéntrome con el ánimo de recomendar algunos de los más arriesgados álbumes producidos por este músico de origen suizo. Es de recibo apreciar su gusto por el trabajo en equipo y su capacidad para rodearse siempre de buenos músicos y amigos. Tanto es así, que sus proyectos más jugosos forman parte, a mi parecer, de su innumerable lista de colaboraciones más que de sus aportaciones en solitario.


1. Cluster: «Zuckerzeit», 1974

Cualquiera que se precie de conocer a Moebius, sabe de su estrecho vínculo con Hans-Joachim Roedelius, una suerte de mecenas del krautrock al tiempo que músico. En un principio, se fraguó Kluster (con K), un proyecto oscuro y casi pionero de la música industrial que contaba con Conrad Schnitzler como tercer miembro. La posterior transformación en dúo supone el cambio ortográfico (Cluster con C) y el inicio de la mayor aventura de sus vidas.

Una de las peculiaridades de esta «edad del azúcar» –pues de tal forma se traduce «Zuckerzeit» del alemán– es que, por vez primera, Moebius y Roedelius no componen los temas de forma colaborativa, sino cada cual por su lado. Gracias a la separación de firmas, es posible discernir con nitidez los rasgos estilísticos de uno y otro, apercibiéndonos de la melancolía de Roedelius en contraste con las texturas irisadas de Moebius.

Cierto es que el álbum supone un punto de inflexión en la todavía joven trayectoria de los artistas. Por primera vez, escuchamos ritmos marcados en lugar de arrolladoras lenguas de sonido, siendo el regusto sutilmente pop de las piezas, amén de su brevedad, un factor que desconcertó a los oyentes deseosos de viajes cósmicos. No en vano, los músicos contaron con uno de los primeros emuladores de batería jamás utilizados.


2. Moebius, Plank, Neumeier: «Zero set», 1983

Acabamos de saltar nueve años en el tiempo, a la Alemania del tecno y la música industrial. No hace mucho que Conny Plank ha concluido la producción de los álbumes más exitosos de Ultravox, de manera que los bajos sintéticos de «Zero Set» bien podrían recordarnos a los de «Vienna» o «Rage In Eden». Mas hete aquí que el contexto en que se desarrollan es asaz distinto.

La responsabilidad percusiva de Mani Neumeier parece ser el único –y estrecho– lazo con el rock, en tanto que el resto de instrumentación, compuesta mayoritariamente por sintetizadores y secuenciadores, se aboca a un delirio muy calculado. Los sonidos inquietantes, pese a hallarse siempre presentes, se economizan y reiteran para guardar la estética minimalista.

Algunos de los más memorables momentos del trabajo podrían encontrarse en «Recall», una pieza donde escuchamos un canto tribal procedente de algún tipo de biblioteca sonora. Los datos ofrecidos al respecto son muy parcos, pues en la carpeta sólo consta un intrigante «vocal: Deuka, Sudan». Al menos, conocemos su país de origen.


3. Moebius + Tietchens: «Moebius +  Tietchens», 2012

Considérome afortunado por haber asistido a la actuación que ambos músicos ofrecieron en Madrid para presentar su trabajo. El singular concierto, durante el cual artistas y público se encontraron a la misma altura en ausencia de escenario, dispone de su propia crónica en este blog.

Es en pleno siglo XXI cuando Asmus Tietchens y Dieter Moebius logran, por fin, unir sus fuerzas después de treinta años de conversaciones. Pese a que sus autores son amigos desde antiguo, no se percibe en este álbum una pizca siquiera de nostalgia. La aspereza de los cortes y el uso de glitches o errores digitales, evidencian el afán por mantenerse siempre en primera línea de actualidad, desafiando el cliché del artista que se relaja con los años y se contenta con mirar atrás, a aquellos tiempos que fueron mejores.



Sin duda, quedan en el tintero innumerables creaciones no menos interesantes que las aquí reseñadas. Las colaboraciones de Cluster con Brian Eno, los trabajos de Harmonia o ese álbum maravilloso de nombre «Sowiesoso», firmado también por Cluster, son algunos de los ejemplos con los que lamento no extenderme.

Por mi parte, quede de esta guisa festejado mi afecto por Dieter Moebius, un artista que sentíase insultado por la etiqueta krautrock. Inventada por cierto sector chovinista de la crítica británica, viene a significar algo así como rock palurdo, un vocablo tan despreciativo como pudieran serlo pop franchute o rock catalanufo. Afortunadamente, he inventado estas denominaciones al efecto y no ocupan lugar en la prensa seria.

En contestación a tal etiqueta, que otros coetáneos han asimilado como despojada de su sentido peyorativo, definíase Moebius como un músico experimental y rehusaba cualquier otra calificación. Música experimental. ¿Por qué darle más vueltas?

jueves, 14 de julio de 2016

Dos alcarreños en Kentucky: así las gastan los Hermanos Cubero


Sucedióme hace unas semanas que, siendo convidado por un buen amigo a un concierto, me personé en una céntrica salita de Madrid. El lugar rebosaba de modernos, hipsters y demás variantes propias del denominado ambiente cultureta, que habían acudido a El Intruso –llamábase así el establecimiento– a presenciar no el monólogo de un cómico ni el acústico de un proyecto indie, sino un singular repertorio compuesto por jotas, rondones y otras manifestaciones del folclor castellano.

Para explicar un fenómeno tal, en el que los nuevos urbanitas sienten gran interés por algo tan castizo y ceñido al terruño, debemos ahondar un poco en la figura de los Hermanos Cubero, esos elegantes caballeros que, con gran regocijo, nos presentaron las canciones de «Arte y orgullo», su último disco.

Como ya es tradición, Enrique y Roberto aparecíanse enfundados en sus americanas, la de aquel en color azul cielo, al tanto que la de éste, más discreta, cede protagonismo a unas monumentales gafas de pasta. Es en esta imagen cuidada con sumo detalle donde reside parte de la genialidad del dúo. Sin ella, no habría sido posible acceder a un público tan poco frecuente en la música folclórica –por mucho que, como es bien sabido, todos los modernos escuchemos a Isabel Pantoja en la intimidad.

Dado el auge que vive la escena indie en nuestros días, apostar por cautivar a su audiencia con canciones castellanas no es sólo arriesgado e innovador, sino también fuente potencial de un mayor reconocimiento; y es que el gran problema de un país que cuenta con uno de los panoramas folk más jugosos de la actualidad es que el trabajo de sus artistas, aun los más reputados, permanece relegado a un precario segundo plano.


Seducidos por lo viejuno
Antes de seguir contraponiendo los términos folk e indie, cuestión que más de un lector percibirá como errónea, es menester hablar de un fenómeno que me place denominar «paradoja del moderno», según la cual, los artistas y aficionados a la música puntera sentimos predilección por los discos de vinilo o los sonidos retro, aquéllos que recuerdan a épocas pasadas del pop y el rock. Y no mencionemos, ya en materia de moda, ciertos estilismos vintage, que recuperan prendas y diseños que marcaron tendencia hace décadas.

Gracias a esta paradoja, el folk se presenta como un género imprescindible dentro de los gustos indies, mas, ojo al dato, hablamos de un folk de raíz anglosajona, de inspiración norteamericana. Todo folclore exterior a tal ámbito pasaría a nutrir el catálogo de músicas del mundo, frecuentado por un público muy diferente… por lo menos, hasta ahora. Pues qué ingenioso acierto es aproximar nuestra música tradicional a la tímbrica y estética del bluegrass.

Guitarra, banjo, mandolina y voces nasales armonizadas son algunos de los elementos de esta modalidad folclórica tan arraigada en Estados Unidos. El emblemático Bill Monroe, a quien los Hermanos Cubero dedican una jota, fue el responsable de la consolidación y propagación del género desde su Kentucky natal hace más de siete décadas.

De tal legado, los hermanos se han quedado con lo esencial, a saber, las voces que de puro dolor de alma llegan a asemejar aullidos y, sin ir más lejos, la mandolina de Roberto. Una auténtica mandolina de bluegrass que en casi nada se parece a la mandolina clásica europea. Con esta pequeña joyita entre sus dedos, limpia que te limpia con un paño entre canción y canción, imprime el músico su aroma inconfundible a las tonadas castellanas.


Ni que decir tiene que los parroquianos –con todas aquellas damas de floreados vestidos de cuento y los caballeros mesando sus luengas barbas– se mantenían estáticos en una actitud que, si bien distendida, parecía prestar a los Hermanos Cubero la atención que se dedica a una pieza de museo. Tan sólo unos gamberros se afanaban en bailar las jotas tal como lo harían en la plaza de su pueblo, con los pasos cruzados y las castañuelas invisibles en las manos alzadas.


Verso incisivo
Como último desafío para este cronista, resta el asunto de las letras, plenas de sátira y mordacidad, de alegorías en torno a nuestros queridos políticos o de lamentos por la precariedad laboral, incorporando a su particular poesía palabras como «plástico», «electrificar» y aun siglas y palabras en inglés –MCA, Tennessee–. «Ahora tocaremos un instrumental para rebajar la tensión», bromea Enrique tras interpretar la deliciosa «Maldita urraca».

Nótese cómo los temas tratados por los Cubero no rompen del todo con los hábitos de la tradición oral, ya que, en folk, se habla de lo que a uno le rodea. A quien vive en un mundo donde proliferan los ordenadores, los automóviles híbridos y los alimentos bajos en calorías, le será poco natural hablar de la criba o del trabajo de los asnos. En todo caso, se lamentará por la extinción paulatina de tan maltrecha especie.

Y así, entre danza y danza, chiste y chiste –porque los Hermanos Cubero son como dos mozalbetes pletóricos de mofa–, nos sorprende el final de la actuación. A darles la mano y adquirir sus álbumes aproximáronse las gentes, incluidos los gamberros, entre los cuales se hallaba el que estas líneas escribe. La conversación sobre Segovia, las Habas Verdes o los primeros conciertos se prolonga más de lo habitual en una firma de discos, hasta que, finalmente, convenimos en permitir el descanso a los artistas.

Restábamos pues un dulzainero de Cantimpalos, un historiador especializado en archivística y un servidor, dispuestos los tres a quemar la noche madrileña. ¿Qué podría salir mal?


viernes, 26 de diciembre de 2014

Carter Burwell: componer para los hermanos Coen


Que el público habitual de la saga «Crepúsculo» haya reparado en su banda sonora y aun en el nombre del compositor es algo que se me antoja improbable. Y todavía más improbable es que lo hicieran los seguidores de «Clash!», uno de tantos concursos al estilo «Ruleta de la fortuna» que se emitían en EE.UU. a principios de los noventa. Al fin y al cabo, ¿quién se molesta en leer los volátiles créditos de un programa de televisión? El que escribe estas líneas sí lo hace de vez en cuando… Menudo enfermo.

Además de ganarse el pan con proyectos como los anteriormente citados, el compositor Carter Burwell ha utilizado su ingenio para musicalizar una de las trayectorias fílmicas más personales y a la vez exitosas –curioso fenómeno– del panorama norteamericano reciente. Me refiero a la obra (casi) íntegra de Ethan y Joel Coen, unos hermanos de cine, valga la redundancia, que no deberían necesitar presentación, pues es demasiado fácil toparse con títulos como «No es país para viejos», «Quemar después de leer» o «Fargo».

Co-guionistas y co-directores, el eje creativo de los filmes de los Coen se fragua siempre entre dos y juega con abundantes dicotomías… comicidad y tragedia, calma y violencia, profunda ingenuidad y ácido sarcasmo… Todo un universo de paradojas al que la música del autor neoyorquino se adapta con gran flexibilidad, desarrollándose entre el silencio y la estridencia, la ausencia total y la presencia intimidante, el optimismo y el tremendismo. Lo común es que las partituras de Burwell para los hermanos pasen desapercibidas hasta que, de repente, uno se topa con melodías como las de «Fargo» o «Muerte entre las flores» y ya no puede despegarse de ellas.

Los melómanos que hurguen en las ediciones discográficas de las bandas sonoras encontrarán, además, un universo mucho más peculiar de lo que el montaje cinematográfico deja entrever. Piezas en miniatura que no llegan al minuto de duración, reiteración compulsiva de ciertos leitmotivs –aún más de lo habitual en Hollywood–, álbumes que contendrían menos de veinte minutos de música si no fuera porque se completan con canciones adicionales que suenan dentro y fuera de plano. En muchos casos, la aportación del compositor es realmente breve e imperceptible, y, sin embargo, siempre está ahí, cumpliendo una función discreta pero esencial dentro del filme.

A pesar de lo dicho, todo resumen de los rasgos generales de la música de Burwell para los Coen resulta escueto e impreciso, ya que cada película y, por ende, cada banda sonora, constituyen mundos radicalmente distintos. Es por eso por lo que querría citar algunos títulos –no todos porque es imposible– para ver si, con un poco de suerte, logro estimular cierta curiosidad en el lector.

Muerte entre las flores (1990). Tercera película de los Coen y la primera donde el compositor, con un presupuesto más holgado que en anteriores trabajos, puede permitirse disponer de una orquesta en lugar de sintetizadores y músicos ocasionales. La melodía principal, luminosa y solemne, contrasta fuertemente con la trama de gangsters ambientada en 1929. Por supuesto, no faltan los momentos de tensión necesarios para ambientar esta clase de relatos, algunos de ellos próximos, incluso, a la música para cine de terror. Todo ello concentrado en menos de dieciocho minutos de música.


Barton Fink (1991). Una partitura leve e intimista. Continuamente, las notas largas y los vacíos se ordenan para que en ellos adivinemos el tema principal del mismo modo que tendemos a discernir un triángulo completo allí donde hay uno truncado. Con esta levedad se identifica al señor Fink, un dramaturgo judío que, tras cosechar cierta reputación en Broadway, se ve atrapado en el degradante anonimato que afrontaban los guionistas de cine en el Hollywood de los años treinta. Una música frágil para un personaje abocado a la deshumanización.

Fargo (1995). Uno de los filmes más recordados de los Coen y una de sus bandas sonoras más características, cuyo tema principal contiene esas resonancias de música antigua o, tal vez, gaélica. Dos melodías –la segunda más sencilla e inquietante– se repiten con la habitual obsesión en este retrato, tan ácido como amargo, de la América profunda, donde casi todo lo que vemos es blanco o pálido.





El gran Lebowsky (1998). Como es habitual en las comedias de los hermanos, la banda sonora se nutre de numerosas canciones escogidas para acompañar, en este caso, los disparates de ese antihéroe carismático conocido como el «Nota». Encontramos en esta producción otro ejemplo de labor mínima por parte de Burwell, quien compone con medios electrónicos una única pieza llamada «Tecnopop», en homenaje al característico estilo de los ochenta y a propósito de cierto personaje secundario. Algunas ediciones contienen un segundo y jazzístico tema original de sórdido título («Dick on a Case»).




No es país para viejos (2007). Si en «Barton Fink» la música parecía leve mas siempre presente, la banda sonora de esta sangrienta road movie parece compuesta para pasar absolutamente desapercibida. Su remoto escondrijo se encuentra bajo los expresivos efectos de sonido; los motores de los coches, los pasos, un disparo… Si prestamos atención, no oiremos mucho más de un par de notas prolongadas tocadas con un sintetizador de tímbrica etérea. El único tema musical propiamente dicho lo encontramos en los créditos finales, en forma de una magnífica pieza hipnótica, de sabor chamánico, construida a base de percusión, teclados y una gruesa guitarra acústica con las cuerdas de acero.

Valor de ley (2010). No era la primera vez que los Coen realizaban un remake, pero sí la primera que nos sorprendían con un western en el sentido clásico del género. De manera muy acertada, Burwell busca la inspiración en el folclore primitivo de Norteamérica, un (nuevo) mundo donde las raíces gaélicas y los espirituales negros forman parte de un revoltijo ancestral. No en vano, la partitura toma prestadas diversas melodías e himnos country que encajan a la perfección en una obra salpicada de optimismo y de no poca nostalgia.


A veces, el nombre de ciertos compositores puede sorprendernos desde el más recóndito de los créditos de un programa televisivo. Yo me lo tomo como un aviso; una voz de la conciencia que manifiesta la necesidad de cambiar «La ruleta de la fortuna» por un atracón de buen cine.


jueves, 2 de octubre de 2014

Берген Кремер o la noche imperfecta


Rostov del Don, gran ciudad industrial, se ha llenado durante los últimos meses de imágenes inquietantes. Por sus carreteras han transitado columnas de tanques rusos en dirección a la cercana frontera con Ucrania y sus barrios han acogido a miles de refugiados que huyen de sus ciudades destruidas. El destino de estas personas se me antoja paralelo al del agua, pues la ucraniana vega de Donetsk y Lugansk, urbes en guerra, conforma un abundante alimento fluvial para el río Don, que a su paso por Rostov presagia ya un gigantesco estuario.

Como poseídos por el gris desencanto de los paisajes industriales, los rostovitas Vlad e Ira Parshin emprenden en 2012 una aventura musical que, sin haber lanzado por el momento un solo álbum, ha logrado cautivar a un nada desdeñable número de seguidores a nivel internacional. Hay que aclarar que la apuesta, de marcada estética underground, no comienza desde cero, ya que la pareja goza de buena salud musical como parte de la banda indie Motorama.

Bajo reiterativo de aroma punk, denso amasijo de pequeños sintetizadores, caja de ritmos y una voz cavernosa son los ingredientes esenciales de Bergen Kremer, un proyecto profundamente marcado por la huella de los británicos Joy Division, eso sí, sin guitarras de por medio, de manera que todo aquel que haya disfrutado de la banda de Ian Curtis, de los primeros pasos de New Order o de la vertiente más minimalista del denominado pop sintético, sabrá disfrutar seguramente de esta peculiar propuesta cuyas letras en ruso contrastan con fuerza en el paisaje sonoro. Posiblemente, los entendidos se sientan transportados a ciudades industriales muy distintas; Manchester, Sheffield, Liverpool… tan lejanas en la geografía –y también en el tiempo– del antiguo enclave cosaco de Rostov. No obstante, la melancolía de algunas de las piezas del matrimonio Parshin es difícil de encontrar en la ya de por sí cenicienta música de la generación after punk. Y tal vez este sentimiento no sea un rasgo aislado. Si echamos un vistazo al folclore de la Rusia europea y sus países limítrofes, comprobamos cómo toda la música está impregnada de un característico sentimiento trágico, hábilmente adaptado por compositores románticos y post-románticos –Tchaikovsky, Rachmaninov…– y presente en algunos artistas de pop reciente –pensamos sobre todo en la ucraniana Anastasia Prikhodko. Quizás sea esta tristeza ancestral la que, combinada con el punk y los medios electrónicos, logre que temas tan diáfanos como «Знак Луны» o «Гроза» suenen poderosos, no en el sentido de masa orquestal sino en cuanto a las densas emociones que son capaces de transmitir. Aparte de las recién citadas piezas, que bien podrían situarse entre las mejores del dúo, encontramos otras con un carácter algo distinto; salpicadas de un esperanzador orientalismo, «Вода Окраин», «Болит Голова» o «77» contienen una luminosidad paradójicamente integrada en la siempre presente melancolía. Su espíritu parece heredado de otra parte, enormemente lejana a las industrias occidentales. En un tercer grupo podríamos enmarcar las aportaciones más recientes de la pareja, que denotan una vertiginosa evolución hacia un sonido cada vez más minimalista.

Cabe preguntarse si en algún momento aparecerá un álbum de Bergen Kremer o continuarán surgiendo periódicamente estos sencillos, acompañados siempre por el retrato, en calidad indiscutiblemente analógica, de un pedacito de la ciudad de Rostov. Estas descuidadas instantáneas nocturnas, que nos muestran el rincón de un vertedero, una ajada terraza o un aparcamiento nevado, constituyen el complemento idóneo para la imaginería asolada, desencantada, del dúo. De la misma manera que el flash quema y distorsiona regiones de la imagen, las canciones se encuentran marcadas por esa búsqueda del «defecto sonoro» tan fundamental en gran parte de la música que actualmente se factura con medios electrónicos. La interesante paradoja de tales apuestas es que lo que originalmente se concebía como un error digno de ser evitado, ahora se utiliza como un recurso expresivo. Y es que a la sensibilidad colectiva cada vez le resulta más fácil, después de todo un siglo de vanguardias y revoluciones estéticas, encontrar belleza en lo áspero, en lo desproporcionado; muchas veces de manera involuntaria, heredada, pero intencionada en otros tantos casos donde el autor busca rechazar los cánones transmitidos –tal vez impuestos– por academias e industria.

La pareja de Rostov, a quienes pese a sus influencias sería injusto recriminar un mal anclaje en el pasado, nos brinda pasajes con compresiones abruptas, reverberaciones densas que difuminan las voces, panoramas desequilibrados… Todo un mundo de expresionismo que, indirectamente, tiene que ver con tendencias actuales –y no tan actuales– como las practicadas por la corriente electroclash, los artistas agrupados bajo las obtusas siglas IDM (Intelligent Dance Music) o aquéllos que encuentran la belleza en los glitches, en el error digital. Cada cual trabaja las asperezas a su manera, centrándose en determinados tipos de imperfecciones según los estilos que frecuente. Incluso una gran mayoría de tendencias destinadas a las pistas de baile tiene institucionalizada una serie de «defectos» a los que recurrir de manera prácticamente ineludible, pues, sin ellos, algunos de los más exitosos temas dance no contarían con la misma profundidad y eficacia.
 Antes de despedirnos del  interesante proyecto musical que nos ocupa y prometer seguir atentos a sus regulares aportaciones, no debemos dejar de observar que la mayoría de referencias musicales que hemos aportado para hablar de un conjunto ruso proceden de Europa occidental. No hemos tenido en cuenta posibles influencias ubicadas dentro de su ámbito geográfico, aun a sabiendas de que, con la perestroika, surgió en la URSS y en la posterior Federación Rusa una ola tardía de pop sintético. En ella encontramos desde propuestas de escasos medios y repercusión hasta proyectos exitosos como Forum o Tehnologya, de marcada inspiración –a veces imitación– sajona. Tampoco hemos barajado la posibilidad de que, en algún momento, surja una nueva generación de músicos de distintas nacionalidades eslavas que, para más inri, sea la encargada de marcar tendencia en el mundo atlántico. Sería regocijante que, en contra de las últimas medidas de Putin para cortar las alas a Internet y restringir la presencia extranjera en los medios de comunicación rusos, surgieran movimientos artísticos encargados de traspasar, ahora que aún estamos a tiempo, ese telón de acero que con dudosa discreción parece reconstruirse. ¿Quién nos dice que Bergen Kremer, a quienes hemos relacionado estrechamente con nombres en lengua inglesa, no son parte activa de un movimiento de renovación no occidental de la música popular? Las aguas fronterizas concurren en Rostov del Don de camino a los mares del sur de Europa.



viernes, 25 de julio de 2014

La nostalgia de «Verges 50», un álbum de Lluís Llach



Hace unos días, tuve una conversación con un amigo acerca del valor de la música folclórica. Una de las cosas que apreciábamos de ella era su eterna y continuada renovación, en contraste con otras manifestaciones musicales caracterizadas por su naturaleza efímera.

También valoramos su potencial como vehículo de expresión social, radicada tal vez en su capacidad de absorber como una esponja imágenes y circunstancias de la vida cotidiana. El nacimiento, la muerte, los oficios, la religión, la lucha entre clases sociales, los enlaces, las infidelidades, el sexo, los crímenes, los éxodos; dramas, adversidades y alegrías… Cualquier componente de la vida misma se encuentra en las letras de la música tradicional, siempre que la exploremos desde una óptica abierta y activa, no como quien observa un fósil expuesto en un museo. La música folclórica no es algo de otro tiempo, por mucho que dictaduras de todo pelaje hayan jugado un papel importante a la hora de hacernos creer tal cosa. Y es que una estrategia usual en regímenes autoritarios con respecto a los ineludibles cantos y danzas populares es convertir las formas musicales en una especie de exaltamiento reiterativo de los valores nacionales y segar los textos inventados por el pueblo para sustituirlos por otros de temática tal vez propagandística o simplemente anodina.

Desconozco si Lluís Llach es consciente de la importancia del folclore, no sólo como una herramienta de lucha política sino también como parte de una riqueza cultural susceptible de ser vetada o intoxicada ideológicamente. Muchos relacionarán el nombre de Llach con el cantautor social, responsable de emblemas como «L’Estaca» o poemas en clave de réquiem como «Campanades a morts». No obstante, el aspecto que realmente me atrae de este músico es su enorme versatilidad a la hora de trabajar. Más allá de la canción de protesta, nos encontramos con obras de tinte sinfónico, bandas sonoras de cine, música para artes escénicas… y todo ello marcado por una más que característica inspiración en el folclore mediterráneo. A este respecto, puedo recomendar encarecidamente la escucha del maravilloso «Un pont de mar blava», álbum de 1993 que aglomera sonidos procedentes de todos los rincones del Mare Nostrum combinándolos con su peculiar voz, arreglos muy característicos de las entonces llamadas nuevas músicas y alguna que otra irrupción roquera.

Aunque el músico ampurdanés cuenta sin duda con una larga lista de álbumes interesantísimos, hoy prefiero detenerme en «Verges 50», editado en 1980. Si tenemos en cuenta que Verges es la localidad donde Lluís Llach pasó su infancia, tal vez comprendamos mejor el nostálgico desfile de músicas que los surcos nos ofrecen, músicas que seguramente el autor escuchó de forma cotidiana durante la niñez, aunque no siempre interpretadas con los instrumentos usuales.

La cara A está ocupada por una única y larga pieza instrumental que, curiosamente, se encuentra dividida en varias regiones tituladas, cada cual, de una forma distinta. «Tema del vent», «Tema del mercat a la plaça», «Tema dels carros», «Tema de l'escola» y «Tema de la processó» son las cinco denominaciones que encontramos cobijadas dentro de la misma pista. Todo su desarrollo está colmado de momentos excepcionales que, en muchos casos, nos remiten al Nino Rota de las películas de Fellini. Viento metal, tambor, cuerdas, piano, alboroto de niños jugando; valses, marchas de procesión… Y todo desde una perspectiva muy contemporánea. Especialmente peculiares dentro de tan nutrido concierto son esos instantes iniciales donde escuchamos una melodía misteriosa, envuelta en un manto de viento, teclados y efectos, interpretada por un silbido. Un silbido que, siguiendo la estela de Morricone o Bacalov en algunos spaghetti westerns, no es humano. Posiblemente, el sonido proceda de la misma maquinaria analógica utilizada para emular sonidos de viento madera durante los minutos siguientes. Desconozco qué clase de instrumento utiliza Llach, quizás algo parecido a un melotrón, y desde luego se me antoja poco probable la presencia de un sampler (un instrumento que se comercializó un año antes del lanzamiento de «Verges 50» y cuya adquisición, durante sus primeros años de existencia, sólo se podían permitir unos pocos artistas). Así pues, en un álbum luminoso y colorido como éste, hallamos también momentos de penumbra que inquietan al oyente, envolviendo en un halo de extrañamiento una obra que, de otro modo, habría sido sencillamente un alegre festejo de lo terrenal, de las raíces y del pueblo amado. Personalmente, aprecio mucho este rasgo de incertidumbre, de oscuridad, que da Llach a muchos de sus trabajos. En el mencionado «Un pont de Mar Blava» también percibimos claramente este aspecto enigmático, casi siniestro, que tampoco se echa en falta en la desenfadada banda sonora de «El ladrón de niños» y, por supuesto, en «Campanades a morts».

En algunos momentos de la cara B creemos encontrar a un Llach más próximo, que nos ofrece esas tonadas al piano tan habituales en él e incorpora, además, algún acercamiento al pop. No obstante, el espíritu felliniano que con gran acierto recorre la columna vertebral del disco, retorna continuamente.

Sin duda, animo al lector a descubrir esta obra poco frecuentada de Lluís Llach, facturada con envidiable sensibilidad y también con esa folclórica capacidad de observación, que permite absorber como una esponja todo lo que a nivel musical y social sucede a pie de tierra y en torno.



miércoles, 19 de febrero de 2014

Virgen Ciega: «Tomioka». Nuevo sencillo ya disponible.

Piezas disponibles en Bandcamp:

© Demmian Ariel Buendía

No son pocos los devenires que han acontecido desde que tomo la decisión de transformar el proyecto Virgen Ciega en un trío hasta la edición del actual sencillo, primera muestra completada del trabajo realizado durante estos meses. Sin demasiadas demoras, irán apareciendo nuevas muestras de esta nueva etapa del proyecto. El díptico «Tomioka» se completa con «Canción de la aduana», composición de orígenes folclóricos cuya peculiaridad, entre otras, es contar con la presencia vocal de Mar Dodero. De forma misteriosa e inesperada, una versión de «Canción de la aduana» para violín, viola y piano se estrenó en el Matadero de Madrid en Octubre de 2013 sin que los presentes supieran nada del proyecto Virgen Ciega ni mucho menos del presente sencillo.


«Tomioka»

1. Canción de la aduana   (5:04)
2. Tomioka   (3:56)

Música compuesta por Héctor Perezagua

Luis Miguel López: clarinete
Ana Belén Lopezosa: viola
Héctor Perezagua: piano, software

Mar Dodero: voz en «Canción de la aduana»

Algunas melodías vocales de «Canción de la aduana» pertenecen a una canción tradicional escuchada en la localidad madrileña de Cenicientos.

Grabado por Jorge Campos y Héctor Perezagua
Dibujo de portada: Demmian Ariel Buendía




«Tomioka»: © 2013 Héctor Perezagua
«Canción de la aduana»: © 2014 Héctor Perezagua

domingo, 13 de octubre de 2013

«Tomioka». Adelanto del próximo sencillo de Virgen Ciega.

Una de las propuestas de Ariel Buendía para la futura portada de «Tomioka».

Soplan vientos de cambio para un proyecto que bien podría haber pasado por muerto o latente a lo largo de los últimos años. Sin embargo, durante este aparente silencio, he estado introduciendo cambios importantes en Virgen Ciega. Una de las renovaciones más significativas ha consistido en la incorporación de instrumentistas a una propuesta que, desde 2007, contaba con mi única presencia en el papel de sampleador y programador de sonidos. A día de hoy, aunque la escritura de las piezas continúa siendo íntegra responsabilidad mía, la nueva alineación de Virgen Ciega consta de los siguientes músicos:

Luis Miguel López: clarinete
Ana Belén Lopezosa: viola
Héctor Perezagua: piano, software

El hallazgo de dos compañeros de gran calidad humana y sonora ha conducido al proyecto por caminos inesperados, al menos para el oyente, relacionados con la contemporánea música de cámara y ciertos guiños folclóricos. Como adelanto de «Tomioka», próximo sencillo de Virgen Ciega, he publicado en la web el tema homónimo, con algunos aspectos de la producción aún sin pulir. Los instrumentos han sido grabados por Jorge Campos, guitarrista de la banda Neverend. Como aderezo de la pieza, se publican también dibujos de Ariel Buendía, ilustrador responsable de la futura portada del trabajo.

Ubicado en la prefectura japonesa de Fukushima, Tomioka es uno de los dos municipios abandonados tras el desastre nuclear que tuvo lugar en estas tierras en Marzo de 2011. La otra localidad afectada recibe el nombre de Tanaha. La pieza es un lienzo inspirado por las calles desiertas, los animales vagabundos, la hiedra que se arrastra sobre un ajado suelo urbano; un enemigo invisible envenena con calma el paisaje campestre. Dedico «Tomioka» a aquéllos que han sufrido en sus propias carnes el éxodo atómico.


Héctor Perezagua






sábado, 21 de septiembre de 2013

Recuerdos de una ciudad muerta (II)



Nos habíamos embarcado en un extraño viaje. Un periplo en el que el mero fluir de la música nos adentraba en las calles de Prípiat, la ciudad abandonada tras el accidente nuclear de Chernóbil. La experiencia auditiva que con tal intensidad nos había sugestionado recibe el nombre de «Dead Cities», a cargo del dúo británico The Future Sound Of London. En un capítulo anterior, introdujimos a estos singulares personajes y comenzamos el radiactivo itinerario que de seguido nos disponemos a continuar, no sin ciertos retos planteados por los propios artistas. Y es que para todo comentarista que se precie, resulta confuso hablar de un álbum cuyo número de títulos reflejados en la contraportada no se corresponde con el número de pistas detectadas por el reproductor.

La siguiente parada de nuestro trayecto recibe el nombre de «My Kingdom +», una de las pocas piezas del trabajo que no logramos identificar con las imágenes del abandono de la ciudad. Apreciamos en ella la característica combinación de sonidos exóticos y ambientes de ciencia ficción con que The Future Sound Of London nos han venido agasajando en anteriores álbumes. Como síntesis del contraste de ambos mundos, encontramos en «My Kingdom +» samples perfectamente reconocibles de, por un lado, la banda sonora de «Érase una vez en América» de Ennio Morricone y, por otro, la cristalina «Rachel’s Song» que compusiera Vangelis para el film «Blade Runner».

A continuación, «Max» sorprende por su calmo optimismo carente de percusión. Podríamos con ella volver a las cajas de fotos deterioradas, captando imágenes familiares de aquel período entre 1970 y 1986 en que hubo niños en los parques de Prípiat.

© Cécile Muller
Después del corto instante de sol, «Antique Toy» nos devuelve a los apartamentos desiertos. El título no puede describir mejor lo que sucede en la pieza, ya que efectivamente imaginamos juguetes rotos, abandonados en algún rincón, siendo pasto de la erosión que lentamente esculpen las goteras y humedades.

La opinión más extendida en las reseñas del álbum es que el noveno corte abarca los títulos «Quagmire» e «In A State Of Permanent Abyss», quedando siempre un margen de duda. Ya la primera nota, cargada de tensión, nos trae a la mente imágenes de los primeros militares enviados a la ciudad. Vestían trajes de caucho, máscaras, y, paseándose con tan siniestra indumentaria entre los despreocupados habitantes de Prípiat, realizaban mediciones de radiación. Según se desarrolla el tema musical, avanzamos en el tiempo con el estruendo de las percusiones; contemplamos a los mineros de Tula abriendo un túnel por debajo del reactor para evitar la filtración del magma; contemplamos también a los soldados, subidos en la azotea de la planta, recogiendo a golpe de pala el grafito radiactivo.

«Glass» tiene un halo de infantilidad que nos devuelve a las imágenes de juguetes rotos, pero también a la famosa noria que nunca llegó a inaugurarse. En sus proximidades, se dispersan algunos asientos oxidados desprendidos de la atracción, así como desmembrados coches de choque. Con el chapotear de gotas incluido en la percusión del tema, nos desplazamos a la piscina del gimnasio, con todo su alicatado agrietado. Una zona más mecánica de la pieza puede sugerir también un paseo por el interior de naves industriales, donde permanece inmóvil diversa maquinaria pesada.

Una vez más, el componente exótico de «Yage» dificulta la labor de relacionar la música con alguna escena de la ciudad soviética. Sin embargo, su atmósfera frondosa podría obsequiarnos, echándole un poco de imaginación, con un recorrido por la ribera del río Prípiat en busca de granjas y construcciones tradicionales en las que ya no viven sino el musgo y los ramajes.

«Vit Drowning» o «Through Your Gills I Breathe», con su relativa delicadeza y misterio, nos transporta a las estancias desoladas de una clínica. Dispersos por doquier, ruedan frascos intactos de medicamentos, conservando aún el líquido en su interior perfectamente sellado. (Paredes desconchadas, árboles que crecen en el interior de edificios).

La clausura del álbum llega con «First Death In The Family». Su brevedad permite un último vistazo a la monumentalidad truncada de Prípiat, a las siluetas amenazantes de sus torres y, al fondo, la figura de la planta de Chernóbil parcialmente imbuida en el sarcófago. El sonido de un trueno cierra el álbum con contundencia, restando todavía una «pista oculta» a modo de bis excéntrico.

«Dead Cities» acaba un primer capítulo para The Future Sound Of London, situados en el clímax de una evolución sonora muy importante. Después de este trabajo de 1996, no volveremos a saber nada del dúo hasta seis años después con «The Isness».

En cuanto a la actualidad de Prípiat, es posible encontrar agencias que organizan viajes al lugar. Gracias precisamente a algunos turistas de esta ciudad muerta, podemos encontrar en Google Maps una gran variedad de fotografías que han ayudado a ilustrar nuestro peculiar viaje. Un viaje que The Future Sound Of London quizás no imaginaron.



sábado, 27 de julio de 2013

Recuerdos de una ciudad muerta (I)



En Abril de 1996 la Iglesia de la Resurrección de Chernóbil se convierte en pasto de las llamas. Con la trágica desaparición de este monumento del siglo XVIII labrado en madera, parece conmemorarse por negro capricho del azar el décimo aniversario del accidente nuclear que ocasionó el abandono de estas tierras. Hay que aclarar, no obstante, que la localidad de Chernóbil no es aquélla que se encuentra a los pies de la planta siniestrada, sino otra que se levanta a unos quince kilómetros de la zona muerta, habiendo sufrido graves daños sin llegar a ser completamente deshabitada. Como ya sabrán los entendidos, es Prípiat la ciudad que aún hoy y por muchos siglos permanecerá en un estado fantasmagórico, con sus torres de apartamentos vacías, sus edificios oficiales devorados por el musgo y sus avenidas envueltas en vegetación.

En el mismo año de 1996 aparece un álbum cuyo título y contenido se antojan inevitablemente oportunos en tan señalada fecha. Hablamos de «Dead Cities», un trabajo firmado por The Future Sound Of London. Ubicados, pese a su nombre, en la ciudad británica de Manchester, Garry Cobain y Brian Dougans llevan desde 1988 trabajando juntos con instrumentos electrónicos, demostrando en este medio una inusitada habilidad para crear densas atmósferas y llevando a cabo una más que interesante evolución en su sonido.

Su «Papua New Guinea» de 1991 fue el single de éxito que les llevó a ser ampliamente difundidos en las salas «chill out» de entonces. Después de este primer acierto comercial, contenido en el LP «Accelerator», la formación se embarca en un viraje estilístico hacia terrenos en los que desarrollarán a fondo su potencial innovador. Comienza una era de extensas composiciones y plásticos de prolongado minutaje, donde los gélidos ambientes futuristas, deudores de «Blade Runner», se enfrentan a sonidos exóticos, tribales, surgiendo de tan paradójicos contrastes un viaje sonoro de monumentales dimensiones. Ni qué decir tiene que en este proceso la técnica del «sampling» tiene un importante papel a la hora de reunir pequeños fragmentos de músicas y fonogramas preexistentes para aportar ese cosmopolitismo al monstruo que los ingleses habían creado.

Dentro de esta etapa, podemos incluir el doble álbum «Lifeforms» de 1994 –una auténtica odisea que cuenta con la colaboración del indispensable Robert Fripp– y el más oscuro y rítmico «ISDN», el cual no consiste en un álbum al uso sino en una recopilación de piezas en directo que el dúo envió en tiempo real a través de «audio-conferencia» a múltiples radios internacionales.

Una de las composiciones fotográficas del libreto interior de 
«Dead Cities» realizadas por los propios músicos que, además, 
son expertos en animación y arte digital.
Finalmente, «Dead Cities» se nos presenta como la síntesis de todo un ciclo, agrupando sus característicos ingredientes futuristas y exóticos e incorporando importantes novedades. Sirva como ejemplo de éstas últimas el uso de los ritmos percusivos, más mecánicos y secos de lo habitual, que conectan el sonido de los de Manchester con algunas de las tendencias punteras de la época (es posible percibir cierto contagio de formaciones como Aphex Twin, los primeros Chemical Brothers o, si exprimimos los surcos hasta el límite, The Prodigy).

Sin embargo, lo que más nos impresiona de este trabajo –en un plano más íntimo que objetivo– es la eficacia y a la vez perversidad con la que The Future Sound Of London estimulan la imaginación del oyente. Las «ciudades muertas» del título lo dicen todo. Imágenes de abandono y devastación asaltan el tímpano a cada segundo, siendo éstas mucho más potentes que algunas de las nutridas bases rítmicas, tan empeñadas siempre en invitar a un baile más o menos aparatoso. La coincidencia en el tiempo del lanzamiento de este álbum con el décimo aniversario de la catástrofe chernobilita nos es suficiente para caminar entre las ruinas soviéticas acompañados por una peculiar banda sonora.

La misión de «Herd Killing» es alarmar al oyente desde el segundo uno con percusión agresiva y, literalmente, sanguinolentos hachazos. En realidad, esta breve apertura no es sino una remezcla de la cuarta pista del álbum, «We Have Explosive», un tanto machacona pero muy útil a la hora de colocar al dúo en un puesto favorable en las listas de éxitos.

Enseguida, comienza la pieza que da nombre al disco, una combinación imposible de violencia y delicadeza que nos transporta al hospital número seis de Moscú para vivir en nuestra propia carne el sufrimiento de las víctimas de la radiación. También nos sentimos cercanos a los aterrados empleados de la central al contemplar el reactor completamente destrozado.

Casa barco hundida en el río Pripiat a su paso por la malograda 
ciudad homónima.
«Her Faceforms In The Summertime», por su parte, deja atrás los angostos corredores para sugerir ambientes bucólicos en medio de una inquietante calma. El cementerio de barcos a orillas del río Pripiat –en la vecina localidad de Chernóbil– envuelto en los colores del otoño.

Dejando a un lado la citada «We Have Explosive», encontramos la preciosa «Everyone In The World Is Doing Something Without Me», atmosférica, dolorosa, sin un solo sonido de percusión. Vemos las formas amenazantes de los bloques de pisos, rotos los vidrios, desconchada su pintura e invadidas las terrazas inferiores por los arbustos espinosos. Entrando en los inmuebles vacíos, es posible encontrar algún cajón con fotos deterioradas, en las que gente desconocida participa en los desfiles y festividades de la ciudad o simplemente deja testimonio de alguna celebración familiar.

Mientras por cuestiones de espacio interrumpimos temporalmente nuestro viaje por la ciudad «más moderna de la Unión Soviética» no podemos dejar de recomendar, para desconcierto del lector, un álbum que no tiene nada que ver con el que nos ocupa. Se trata de «My Lost City» de John Foxx. Continúen los curiosos disfrutando de la soledad de Prípiat hasta que la radiación se lo permita.


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Agradezco a Chorbyradio su colaboración involuntaria en este artículo, ya que la trigésima entrega de su programa de radio «Retro Evolución» ha sido una de las fuentes bibliográficas utilizadas para completar el presente escrito.