domingo, 25 de noviembre de 2012

Díptico israelita.

A:

En Noviembre de 2012, el conflicto entre Israel y Palestina se recrudece por enésima vez en un alarde de sangrienta juventud a sus más de ochenta años de vida. De nuevo, vemos imágenes de bombarderos lanzando su material en esos barrios de Gaza cuajados de apartamentos. Como siempre, la perspectiva panorámica coloca al espectador en un lugar virtualmente seguro; no hay huesos espumeantes esparcidos por el hormigón ni cabezas abiertas entre los escombros. A juzgar por lo visto en televisión, los apartamentos de Gaza debían de estar vacíos a la hora del fuego –en cualquier caso, ahora sí lo están aquellos que continúan en pie. No se nos hace gratuito afirmar que hay un vil sarcasmo en estas imágenes de noticiario por parecerse más a una secuencia de «Godzilla» o «El día de mañana» que a un genocidio real. 
Los agasajados palestinos, por supuesto, no podían sino agradecer tal lisonja haciendo lo propio con el transporte público de Tel Aviv; una vez más, la población civil paga las consecuencias. A estas alturas, todos conocemos la rentabilidad del artefacto explosivo que discretamente se coloca en un vehículo; a pesar de ser, en comparación con los bombarderos, un sistema mucho más barato y menos espectacular –no se ve desde el aire–, su aplicación garantiza una afluencia de público igual o incluso mayor. Un poder comparable al de películas de bajo presupuesto como «Blair Witch Project» o «Rec» en relación con las mencionadas superproducciones. Todo esto nos lleva a la apabullante conclusión de que, efectivamente, es posible hacer metáforas hollywoodienses para hablar de un desastre evitable, basado en la matanza en masa de seres humanos y el sometimiento por la fuerza de los mismos.

B:

UN CORDERITO–. Un austero rótulo bicolor clava sus caracteres sobre la pantalla. «Zona Libre», puede leer el espectador durante varios segundos antes de contemplar uno de los planos (casi) estáticos más largos del cine reciente. La toma nos transporta al interior de un coche donde encontramos a la desconsolada Natalie Portman, quien no cejará en su llanto hasta pasados unos ocho minutos de metraje. Amos Gitai, el cineasta responsable de tan asfixiante operación, aprovecha con gran acierto las cualidades repetitivas del folk semita para reforzar la naturaleza minimalista de la escena. Y es que por encima del rumor de la calle, de la lluvia contra los cristales y los sollozos de Rebecca –así se llama el personaje encarnado por la Portman–, suena una versión de la tradicional «Chad Gadya» (o «Had Gadia») meticulosamente revisada por la artista de origen polaco Chava Alberstein. «Un corderito» es el título en castellano de esta tonada que los niños judíos cantan al inicio de la Pascua. Precisamente, «gadya» en arameo puede traducirse no sólo como «corderito» sino también como «niño»; no obstante, teniendo en cuenta que en el texto la criatura es devorada por un gato, preferimos imaginar que se trata de un cordero, lo cual continúa antojándose cruel pero en menor grado.

La prolífica Alberstein se vale del simbolismo atribuido a esta canción «acumulativa» para convertirla en protesta contra la violencia entre los pueblos israelí y palestino. Realmente, el texto no podría resultar más oportuno, ya que a través de sus versos asistimos a una cadena jerárquica en la que animales o cosas someten al elemento débil antes de ser sometidas ellas mismas por otro elemento más fuerte, y éste a su vez por un tercero aún más fuerte… El cordero es comido por el gato, el gato es matado por el perro, el perro atizado con el palo, el palo quemado por el fuego… hasta que el mismo Dios pone punto y final a tan tortuosa causalidad. Tradicionalmente, se dice que el corderito representa a los antiguos judíos, los cuales se asientan en la tierra prometida tras huir de Egipto. A continuación, cada uno de los animales o cosas mentados se identifican con alguno de los pueblos que conquistó posteriormente la tierra y, a su vez, fue conquistado por otro más poderoso. Finalmente, la tierra prometida es devuelta a sus ocupantes originales, aquéllos a quienes les corresponde poseerla por divino mandato. No es difícil imaginar por dónde vienen los palos en la versión actualizada de Alberstein –el tema data de 1989 pero, por desgracia, continúa perfectamente vigente en 2012. Después de omitir a Dios e interrumpir la cadena en «el Ángel de la Muerte», la nueva letra añade una serie de preguntas y nuevas metáforas, de las cuales nosotros rescatamos el siguiente extracto:
«¿Ha cambiado algo? Este año yo he cambiado.
Era un dulce cordero, 
ahora soy un tigre, un lobo sanguinario.
Era una paloma, una gacela,
ahora ya no sé lo que soy».
Dicen que las alegorías son pieza esencial en la canción de protesta cuando se escribe bajo la no libertad de expresión. Parece ser que de esta forma las críticas al régimen de turno se velan de cara a los poco avispados censores. Lamentablemente, no fue éste el caso de «Chad Gadya», que nunca sonó en las radios de Israel –un país democrático. «London» es el álbum que alberga esta emblemática joya, reivindicada por aquellos judíos que no aprueban la opresión sobre Palestina y que, sin embargo, están expuestos a pagar el precio de la misma en forma de autobús explosivo…

Según se desvanece la música, el plano de la Portman continúa; ahora, se aprecian con más claridad las gotas contra las lunas del coche e incluso sobre los adoquines de la calzada en ese preciso momento en que Rebecca baja la ventanilla. Justo entonces, es cuando percibimos toda una secuencia de rezos y llamadas al culto por parte de las tres grandes comunidades religiosas asentadas en Jerusalén. Rumor de sinagoga, campana de iglesia, voz amplificada de imán desde algún minarete… Así suena la Ciudad Santa, y así se encarga de recogerlo Amos Gitai en un riguroso fuera de plano, reflejando la convivencia inevitable de las tres culturas en un territorio donde cualquier intento de monopolio confesional va a ser inmediatamente disputado.
–¿Nos vamos? ¿Podemos irnos de aquí, por favor? –ruega Rebecca.
–¿A dónde? –es la réplica de una voz cuyo rostro no hemos visto aún.
–No lo sé… Da igual… Sólo quiero irme.
Acaba de comenzar la más atípica de las road movies.



Se recomienda activar subtítulos para leer el texto en castellano de «Chad Gadya».

domingo, 18 de noviembre de 2012

Philip Glass: «Hydrogen Jukebox»


Resulta difícil imaginar cómo funcionaría una gramola de hidrógeno. Si semejante material se hubiera utilizado como combustible de las clásicas máquinas de discos, nuestros padres y abuelos podrían haber sido testigos de la proliferación de ciudades enteras dedicadas a la gramola de la misma manera que Las Vegas es una ciudad dedicada al juego. Estas urbes contarían con una sofisticada red de pistas de baile, cada una de ellas con su respectiva gramola de hidrógeno especializada en un determinado ambiente musical. Una máquina de estas características no sólo permitiría realizar la operación básica de introducir la moneda y reproducir el disco, también sería posible programar largas listas de reproducción para las que la gramola, completamente automatizada, seleccionaría y retiraría los vinilos mediante un brazo robótico. Otra de las innovaciones que imagino es la capacidad de almacenamiento de estas dispensadoras musicales… Hasta seiscientos discos albergados en el interior del aparato a una temperatura constante con tal de evitar su deterioro por las inconveniencias del clima.

Aunque la imaginación del escritor Allen Ginsberg no era poca, resulta improbable que ideara el título «Gramola de hidrógeno» –extraído de su famoso poema «Aullido»– pensando en un descabellado proyecto de parque temático. Antes, cabe sospechar que ha querido reunir no sin hábil sarcasmo dos rasgos muy típicos de EE.UU. durante el periodo de la Guerra Fría, a saber, la gramola y la bomba de hidrógeno. Una tangible y otra virtual, una causante de regocijo y otra de miedo… Sea cual sea la dualidad que se nos ocurra, siempre tendrán ambas partes algo en común: la cotidianidad, ya que las dos imágenes estaban muy presentes en la mente y en la vida de todo estadounidense.
Allen Ginsberg es responsable del libreto de la ópera que nos ocupa, así como de la locución de muchos fragmentos del texto. Según nos cuenta el compositor en las abundantes notas del disco, el proyecto surge de una propuesta del Viet Nam Veteran Theater (grupo de teatro de veteranos de Vietnam*) para realizar un concierto benéfico a favor de la compañía. Era el año 1988. Al recibir la invitación, Philip Glass se pone en contacto con el escritor, conocido entre otros motivos por ser una de las voces literarias del movimiento pacifista que, en los años sesenta, manifestó masivamente su oposición hacia la guerra de Vietnam. La actuación de Glass y Ginsberg consistió en una melancólica y a la vez inestable pieza de piano sobre la que el poeta recitó «Wichita Sutra Vortex», composición que reflejaba de manera muy significativa el espíritu antibelicista de la época. Las notas del disco no dicen cómo se tomaron los veteranos este gesto. Tan sólo explican que la colaboración entre ambos artistas funcionó tan bien que dio lugar a un trabajo en equipo mucho más complejo, cuyos frutos se encuentran en la ópera «Hydrogen Jukebox».
Sintetizadores, flauta, saxos, clarinete bajo, dos percusionistas y un coro mixto de seis voces era todo lo que los norteamericanos necesitaban para hacer físico su proyecto. Un grupo realmente reducido si se compara con el personal de cualquier ópera al uso. Si echamos un vistazo al texto, vemos que está conformado por una serie numerada de «canciones» (con tal denominación aparecen en los créditos), consistiendo cada una de ellas en un extracto de la bibliografía de Ginsberg. De esta manera podríamos afirmar que la ópera se sostiene sobre una suerte de antología poética cuya selección no se realizó de manera gratuita,  ya que ambos artistas acordaron el abanico de temas a tratar.

En lo que al sonido respecta, encontramos en esta obra un fuerte e inusual sabor sintético. Si bien es notoria la presencia de teclados en muchas de las propuestas de Philip Glass, es en esta gramola de hidrógeno donde la sencillez del ensemble otorga a las máquinas un papel más o menos destacado (la obra coetánea «1000 Airplanes On The Roof» también presenta este rasgo). En determinadas piezas, las líneas de bajo sintético confieren a la música un muy discreto aire tecno que la percusión física, los vientos y el coro se encargan de tamizar. Por otro lado, también encontramos canciones melancólicas donde la flauta travesera tiene un papel decisivo –que no solista– y los sintetizadores hacen lo propio con colchones y arreglos muy susceptibles, por qué no, de ser interpretados por una sección de cuerda. El velo un tanto bucólico de estas canciones mantiene cierta tensión gracias a ese punto de agitación que, en mi opinión, caracteriza gran parte de la música de Glass. La austera melodía de voz, crispada en ocasiones por la densidad del flujo verbal, acaba por dar forma a ese malestar implícito en el idilio. Y es que los poemas de Ginsberg son prietos en cuanto a palabras –y, en ocasiones, cifras–, así como extensos en lo que a longitud del verso se refiere. Su facultad es la de expandirse en múltiples ramificaciones, huyendo por lo general del equilibrio y la contención estructurales para formar un bosque tupido.

A lo que podríamos denominar «las dos vertientes del álbum» –la apocalíptica de marcados bajos sintéticos y la falsamente idílica– se añade la mencionada pieza «Wichita Sutra Vortex», una composición que funciona a modo de intermedio entre los dos actos o «partes» de la ópera. No obstante, la guinda final a esta atómica dramaturgia la pone una tonada fúnebre de aire góspel interpretada a capella por el coro. Sublime cierre éste que nos devuelve a las raíces folclóricas de una América decadente, saturada.

Es posible que en la vasta ciudad de las gramolas encontremos un departamento dedicado a la ópera contemporánea. Si alguien visita alguna vez esta estancia, por favor, no olvide incluir la propuesta de Philip Glass y Allen Ginsberg en la programación del brazo robótico.

* * *

* Por el momento, no he conseguido reunir mucha información acerca del Viet Nam Veteran Theater. Tan sólo observar que si la expresión hubiera sido «Viet Nam Theater Veterans» no hablaríamos de una compañía de teatro, sino de los «veteranos de la Guerra de Vietnam» en sí mismos, ya que en el contexto bélico la palabra «theater» se utiliza en referencia al «escenario de guerra».









jueves, 15 de noviembre de 2012

Perversión Espiritual: «Mensajes»




Durante su aún corta vida, la técnica del sampling ha sido responsable de importantes transformaciones en el lenguaje de la música electrónica. Uno de los aportes más exitosos y a la vez polémicos, ha sido la posibilidad de incorporar a una composición propia sonidos o melodías preexistentes –llámense «ajenos» si se prefiere– con tal de dotar a la obra de una intencionalidad o estética muy específicas.
A la hora de crear música actual apelando a raíces folclóricas, este recurso nos abre nuevas puertas para exprimir la tradición en busca de jugo. El método usual es adaptar compases, estructuras o melodías a los modernos instrumentos y/o medios de composición y producción. Sin embargo, el uso de muestras «ajenas» en música electrónica permite realizar el proceso contrario, es decir, adaptar los sonidos tradicionales a los modernos compases y estructuras. En este aspecto, podemos encontrar fusiones sorprendentes como «Mensajes», una marcha de procesión cargada de electricidad. 
El sonido de los aragoneses Perversión Espiritual se mueve dentro de lo que habitualmente se denomina synth-pop. Cajas de ritmos, sintetizadores de sabor analógico y unas guitarras que otorgan al conjunto un muy oportuno toque new wave. Tampoco hay que pasar por alto su gusto por los sonidos atmosféricos y unas influencias góticas que ellos mismos han reivindicado en alguna ocasión. De «Modernos enigmas», un interesante debut –¡editado treinta añazos después de la primera formación del proyecto!–, destaco la fabulosa «Mensajes» como valioso ejemplo de una nueva forma de hurgar en nuestras raíces folclóricas con el fin de renovar el lenguaje pop. Es más, la relevancia que le doy a esta pieza tiene que ver, también, con su condición de rareza, de excepción; una pieza única dentro del álbum, del repertorio del grupo y del estilo que practican.

Más información acerca de Perversión Espiritual:
http://perversionespiritual.blogspot.com.es/

sábado, 10 de noviembre de 2012

Folk híbrido. Reivindicación de la identidad de los pueblos a través de la música.


Cuando nuestra amiga Lu se marchó, nos dejó un piso en Ávila casi vacío, repartidos por sus rincones algunos jarros de agua en los que el romero se secaba. También bolsitas colgantes con olor a eucalipto, membrillos aromáticos repartidos aquí y allá y ceniceros desbordados por montañas de cigarrillos. En su mesa de trabajo, el ordenador portátil y un total de tres discos duros nos invitaban a asomarnos a lo que se había convertido en su proyecto vital; una investigación muy ambiciosa en torno a las músicas y tradiciones folclóricas tanto de nuestra pequeña provincia como del extenso mundo. Aparte de una buena colección de ensayos que incluían “Las danzas castellanas” o “Un vistazo a la música tradicional turca”, encontramos en su sistema multitud de mapas creados por ella misma para reflejar las áreas de origen e influencia de determinados géneros y tradiciones folclóricas. Era como si hubiera querido elaborar una especie de atlas o mapamundi musical. Otro de los grandes pilares de su proyecto era la enorme biblioteca de audio, donde Lu almacenaba y clasificaba las piezas musicales que ella misma grababa durante sus viajes.

A continuación, nos gustaría dejar a disposición del lector un documento del cual hallamos copias en los discos F: y G: de nuestra amiga. Un texto peculiar, un tanto alejado de su habitual estilo de investigación que, a primera vista, se nos antojaba como una suerte de manifiesto o declaración de principios. En algunos puntos, su escrito tal vez pueda parecer dogmático, no obstante, los que conocemos a Lu bien sabemos que su pretensión nunca fue dogmatizar. Gracias a las numerosas conversaciones en las que compartíamos impresiones sobre nuestros trabajos en curso, sabemos que la intención de este escrito era constituir un relato de ficción. Y, sin embargo, siempre andaba Lu quejándose de su falta de imaginación, de su habilidad para la literatura documental pero no para inventar historias… Esta supuesta falta de inventiva nos hace entrever por qué, en nuestra humilde opinión, el siguiente cuento no se parece en nada a un cuento, sino más bien a un artículo teórico más o menos documentado, que empezó siendo un relato corto y acabó convirtiéndose en el texto que comienza justo debajo de estas líneas.


«Folk híbrido. Reivindicación de la identidad de los pueblos a través de la música.»

«El mercado global es dañino para la diversidad cultural (ya lo sabíamos todos). Se supone que la libertad de comercio, unida a los avances tecnológicos en medios de transporte y comunicación –con la valiosa herramienta que es internet a la cabeza– contribuiría a derribar fronteras políticas y superar obstáculos sociales, económicos y culturales… Al menos, dicha afirmación es la que figura en el MUDO (Manual de Uso de la Demagogia Organizativa). Desde luego, los medios tecnológicos disponibles no forman en sí mismos una barrera para cumplir esta premisa un tanto idealista y pueril (los conflictos sociales y culturales forman parte del comportamiento natural del animal humano, una especie predadora, gregaria y, por lo tanto, territorial). Es más bien el uso que de dichos medios se hace el que dificulta o facilita el establecimiento de obstáculos políticos. Efectivamente,  muchas fronteras se han roto, pero no para suprimir aduanas ni evitar conflictos por el control de un determinado bien o área, sino para que la cultura de la nación fuerte se imponga sobre la de la nación débil con relativa aceptación. En este sentido, el MUDO habla de la igualdad entre culturas recreándose en la belleza manida de la palabra «igualdad» sin especificar si la mencionada relación igualitaria tiene que ver con los derechos humanos –todos los pueblos tienen igual derecho a desarrollarse y ser respetados por sus diferentes vecinos– o con la homogeneización sistemática de todas las culturas, de manera que la lengua, costumbres, organización de estado o manifestaciones artísticas de la gran potencia desplazan a aquéllos que son propios de la presunta nación débil.
En las manifestaciones artísticas es muy fácil apreciar esta igualdad impuesta. Normalmente, hay un mercado originado en determinadas potencias muy influyentes en un sector artístico concreto. Dicho mercado genera tendencias y cánones estéticos que mudan de piel continuamente con tal de no aburrir, ya que algo estático, monótono podría provocar empacho y, por lo tanto, rechazo por parte del consumidor. Al mismo tiempo que son generados, los cánones estéticos son introducidos en unos medios de comunicación a los que es posible acceder desde cualquier lugar del globo si se dispone de la tecnología oportuna. Una tendencia es realmente atractiva cuando se logra su imitación dentro de un pueblo cuyas premisas estéticas son radicalmente diferentes a las de la cultura importada. Supuestamente, cada país adapta estas tendencias a su cultura, dando señas de su propia identidad popular encajada –a veces con éxito, a veces en un intento desesperado– dentro del sistema estético extranjero. En cualquier caso, los miembros del acuerdo MUDO no cejan en su empeño de exportar tendencias estéticas con métodos publicitarios cada vez más agresivos. Si un determinado pueblo se muestra reacio a adoptar los cánones internacionalmente impuestos, se le considera primitivo, fundamentalista y cerrado; las entidades generadoras de tendencias dirán que este pueblo está bajo el yugo de la no libertad de expresión, una carencia que les impide disfrutar de las mil maravillas de las nuevas tendencias, tan atractivas, modernas y superiores a cualesquiera otras, que ante su presencia no debería caber rechazo alguno.

Dejemos de hablar de «manifestaciones artísticas» y especifiquemos un poco más. Hablemos de música e imaginemos un mundo en el cual el modelo estético en lo que a música popular se refiere es angloamericano. Los medios de comunicación de EE.UU. y Reino Unido son los responsables generar los modelos estéticos que todos aquellos pueblos que se consideran modernos y libres están invitados a imitar. Advertimos también que el canon estético no sólo afecta a elementos musicales como el compás, la estructura o los timbres, sino también al idioma en que están escritos los textos musicales, logrando así que una lengua extranjera como el inglés nos resulte cómoda de escuchar –a veces más que el castellano, dependiendo de los gustos personales de cada cual–, mientras que una canción en árabe, mandarín o serbocroata se nos antoja extraña, fea o incluso chistosa. Si formas de música exóticas como la samba, la bachata o el flamenco cobran fuerza a nivel internacional, el mercado angloamericano se encarga de dar el visto bueno a estas tendencias estéticas con vistas a una explotación que dejará cuantiosos beneficios en las arcas de las grandes discográficas. Si, por el contrario, una forma de música popular –a la que podríamos denominar con gentilicios tan fuera de tendencia como congoleña o vietnamita– no ofrece una perspectiva monetaria lo suficientemente optimista, los generadores de tendencias se encargarán de cercarla dentro de su área geográfica, contraatacando con una buena dosis de modelo angloamericano con tal de que el resto de pueblos conciban la música popular cercada como un burdo murmullo de la jungla salvaje. A veces, se consigue incluso que el propio pueblo que creó la música acabe aborreciéndola.

Si seguimos imaginando un mundo musical como éste, podríamos remontarnos a los años sesenta y observar cómo los jóvenes de Perú esperaban con impaciencia las versiones peruanas de los éxitos de los Beatles o los Rolling Stones. En la España de la misma época, también podríamos imaginar un fenómeno semejante de imitación angloamericana, propiciado por el aburrimiento folclórico al que fue sometido el pueblo durante la etapa franquista; un modelo estático de música tradicional –cuando una de las características del folk vivo es su continua evolución– patrocinado por el gobierno del caudillo. No obstante, en el caso de España encontramos una identidad cultural, y por lo tanto musical, muy fuerte, donde el flamenco no sólo es una pieza clave en los gustos populares a un lado y otro de la frontera, sino también una desdichada víctima, pues la fuerte presencia del modelo angloamericano ha dado lugar a fusiones no siempre acordes con el respeto y la sensibilidad hacia una música tan rica. Como es de esperar, hay muchos casos en que priman los ingresos derivados del éxito de masas. Y es que todo lo que huela a flamenco en España es digerido con gusto. Tampoco debemos ignorar el hecho de que una inmensa mayoría de corrientes folclóricas españolas (jota, seguidilla, rondón, sardana, danzas de rueda…) ha sido aplastada por este modelo «anglo-flamenco-americano».

Continuemos con nuestro recorrido por el mundo imaginario que propongo. En la Alemania occidental de los años setenta, los cánones estéticos de Reino Unido y EE.UU. se han impuesto con facilidad en un país cuya cultura fue reducida a cenizas durante el Tercer Reich y la Segunda Guerra Mundial. El resultado de la importación es el Schlager, una música de chicle, inocentona en apariencia y ampliamente difundida por los medios de comunicación. Cuando toda una generación de artistas germanos se lanzó a crear una música nueva, sin conexión con las tendencias importadas y apelando en algunas ocasiones a formas folclóricas tanto europeas como exóticas, los medios de comunicación ingleses se apresuraron a aplicar el calificativo «kraut» a estos músicos innovadores. La palabreja, que actualmente continúa formando parte de la infame etiqueta «kraut rock», viene a significar algo así como «lerdo» o «palurdo».

Antes de concluir nuestro muy incompleto recorrido, no podemos ignorar ese gigante cultural que es el mundo árabe, otro de los grandes menospreciados por los generadores de tendencias angloamericanos. «Hybrid folk music style» es la muy acertada denominación con que Wikipedia resume la esencia del Raï, una forma musical con origen en Argelia que aglutina las corrientes folclóricas del Magreb y las renueva con recursos tales como el uso de instrumentos electrónicos o la fusión con estilos musicales que, efectivamente, derivan del modelo angloamericano, a saber, funk, hip-hop, pop, rock o incluso reggae. No obstante, tal como hemos comentado anteriormente, la mezcla de músicas –fenómeno natural y necesario en la evolución de este arte y de cualquier otro– puede ser respetuosa con las estéticas fusionadas o ejecutarse sin ningún interés creativo, según los principios de quien fabrica un artículo de usar y tirar. El Raï, como música popular contemporánea, no es ajeno a estos procesos, lo cual no ha de impedir al oyente audaz quedarse con lo mejor del estilo y desechar las baratijas. Además de ser un valioso ejemplo de folk cambiante, la corriente Raï ha sido desde hace décadas un importante factor de agitación política en los países donde se ha desarrollado. No olvidemos que, incluso después de la esperanzadora Primavera Árabe, la mayor parte de los estados del norte de África se hayan sumidos en regímenes, si no autoritarios, muy privativos con respecto a las libertades individuales, de manera que la combatividad de algunos textos ha supuesto a artistas como Khaled su marcha a Francia. También es relevante el caso de Chaba Zahouania, cuyo colaborador, el famoso Cheb Hasni, fue asesinado en los noventa por un fundamentalista islámico. El suceso empujó a Zahouania a mudarse al país galo donde, al igual que Khaled, ha continuado con una carrera de éxito, evolucionando desde un ancestral y rudimentario «folk híbrido» a una muy bailable fusión con sonidos occidentales, eso sí, sin dejar de lado su marcadísima identidad argelina.

Con este texto no pretendemos otra cosa que reivindicar la identidad específica de los pueblos –en este caso, nos hemos centrado en la identidad musical– como herramienta defensiva en contra de una determinada globalización. Seamos honestos, hay aspectos de la globalización muy positivos y que han supuesto un gran avance para la humanidad. Nos referimos, entre otros, al aspecto tecnológico, ya que gracias a los medios de comunicación globales es posible, por ejemplo, comunicarse con cualquier lugar del planeta esquivando fronteras que en el plano físico son difíciles de sortear. Sin embargo, existen ciertos usos de estas tecnologías que tienen que ver con el aspecto perjudicial de la globalización, el que pretende homogeneizar criterios, diluir todos los pueblos y etnias en uno solo, derribar fronteras imponiendo su propio modelo cultural. Una solución tal a los problemas fronterizos es tan eficiente y a la vez desalmada como eliminar el paro asesinando a los desempleados.
La música, así como cualquier otra manifestación artística, cuenta con amplias posibilidades creativas si se le aplica esta reivindicación de diversidad. Quién sabe. Puede que muchas innovaciones futuras en la música procedan del rechazo, si no total, sí en buena medida al mercado de tendencias angloamericano y en la consiguiente exploración rigurosa de las raíces folclóricas del pueblo propio –o ajeno– con tal de provocar la evolución de un folk estático, mantenido dentro de su vitrina como documento histórico, a un folk cambiante, adaptado a las inquietudes, motivaciones y tecnologías de las sociedades contemporáneas. Esta actualización no debería suponer un impedimento para cultivar aquellas características esenciales que distingan a la música como española, rumana, tailandesa o yemenita. Investigando en esta línea, podríamos imaginar cómo sería el folk hoy en día si hubiera continuado su tradicional transmisión de padres a hijos sin la irrupción del mercado discográfico a partir del siglo XX. Asimismo, deberíamos dejar de concebir «folk» como una etiqueta dentro de un catálogo de discos y entender el término como una forma concreta y amplia de hacer cualquier tipo de música; un método de aprovechamiento creativo de las raíces culturales para generar una estética en continua renovación, ya que, en el proceso de transmisión de una generación a otra, el cambio es tan inevitable como enriquecedor.»

Texto e imágenes, © 2012, Héctor Perezagua