miércoles, 29 de mayo de 2013

Jan Garbarek: vanguardia de lo primitivo


El pueblo lapón, también conocido como sami, vive repartido a lo largo de cuatro estados en la cumbre septentrional de Escandinavia. Mientras que la rusa península de Kola, Finlandia y Suecia albergan apenas a unos miles, Noruega cuenta con el mayor número de personas de esta etnia, que aún así no alcanzan el cuarto de millón de individuos según cuentan estimaciones demográficas un tanto dubitativas.

Alrededor de treinta años antes de los últimos censos y a menos de cuatrocientos kilómetros del límite sur de la Laponia noruega, un alemán llamado Manfred Eicher trabaja en su Talent Studio de Oslo produciendo a artistas mayormente norteamericanos, pero también de otras muchas y variopintas nacionalidades. Por aquel entonces, a principios de los años ochenta, el productor germano ya llevaba una década al frente de su sello ECM, levantando piedras de diversos tamaños y colores en busca de sonidos inusuales, extraños, difíciles de etiquetar y, a ser posible, fruto de manos bien dotadas técnicamente. Una circunstancia que varios de estos artistas compartían –y continúan compartiendo– es su procedencia del mundo del jazz y su actitud distante o incluso rompedora con respecto a determinados moldes del mismo. Y es que realmente aquí, en la nórdica casa de Eicher, tenían la libertad de hacer lo que les viniera en gana, eso sí, siempre con esmero y calidad. El caso del saxofonista noruego Jan Garbarek no es diferente en este sentido al de sus compañeros de discográfica, entre los cuales figuraron nombres tan relevantes como Keith Jarrett, Ornette Coleman o Pat Metheny. Influenciado en un principio por la corriente «Free Jazz» y siendo John Coltrane un importante referente en su música, Garbarek acabará por desvincularse de la etiqueta en la medida de lo posible. En una entrevista muy posterior, el artista se reafirma en sus principios creativos arguyendo que clasificarle a él como músico de jazz «sólo por tocar el saxo» es como decir que «Norah Jones hace jazz sólo porque toca el piano». Lo cierto es que, si hacemos una escucha desnuda de ambos y tan opuestos ejemplos no podemos sino darle la razón al noruego.

Fotografías de Frank Albiez en el libreto interior 
de «Eventyr».
En 1980, Jan Garbarek se rodea de otros dos personajes que, al igual que él y en su infinito contraste de orígenes y trayectorias, no tienen desperdicio alguno. Hablamos del guitarrista norteamericano John Abercrombie y el percusionista brasileño Nana Vasconcelos, profundo innovador este último tanto por los sonidos de su set de percusión como por su peculiar búsqueda de la arritmia. El fruto de semejante encuentro no podía ser otro que «Eventyr», un trabajo extraño y devastador que hará tirarse de los pelos a todo aquél que busque una sola brizna de lo que habitualmente se llama «jazz». Sí encontraremos improvisación, por supuesto, pero es muy importante tener en cuenta que esta técnica –o, mejor dicho, abanico de técnicas– no está adscrita exclusivamente al jazz, sino también a otras muchas manifestaciones musicales, gran parte de las cuales ya existían con secular anterioridad al género.

En el arranque del disco, la estática «Soria Maria» nos pone sobre aviso de las frías estepas que recorrerá el trabajo. Vertebra el tema un único acorde mantenido de lo que posiblemente sea un sintetizador, siendo inevitable la conexión con la primera etapa conocida de la música medieval, anterior al descubrimiento de la polifonía, en la que todo aquello que sucedía en las piezas estaba condicionado por una sola y prolongada nota. Las reminiscencias de etapas primitivas de la música aparecen por todas partes en «Eventyr», a menudo materializadas por la original percusión de Vasconcelos, quien no duda en instrumentalizar su propia voz para lograr ese aire chamánico que sopla por muchos de los cortes.
Frank Albiez. Reforzando la atmósfera desolada 
de la música.

Aunque no siempre vamos a encontrar melodías claramente definidas, percibimos que el saxo de Garbarek es el gran portador del peso melódico. Buena parte de su trabajo en este álbum se basa en la recuperación de tonadas tradicionales acondicionadas para empastar en el paisaje lunar sugerido en los surcos. Si escuchamos con atención, ni siquiera se hace necesario mirar los créditos del disco para averiguar en qué lugares se ha insertado una melodía de procedencia folclórica. Algo curioso de estas especificaciones es que, en muchos casos, consta el nombre de la persona a la que se ha oído tocar el original. Fascinado siempre por esta búsqueda de lo antiguo, Garbarek incluirá más tonadas anónimas en futuros trabajos personales, adaptándolas a su peculiar forma de moldear el saxo. A la hora de introducir el estilo interpretativo del noruego, habría que advertir que su sonido ha generado tantos admiradores como profundos detractores. Son sus favoritas las modalidades soprano y alto del instrumento, a las que gusta de extraer un timbre crispado y retorcido, con frecuencia situado en un intimidante primer plano sonoro. Mención aparte merece su uso de flautas tradicionales en «Snipp, Snapp, Snute» y la segunda mitad de «Eventyr», el alienante tema que da nombre al disco. Es en este segundo caso donde llama la atención cómo los tres músicos participantes parecen evocar cantos de aves con sus instrumentos.

En general, el álbum «Eventyr» produce un cierto efecto de extrañamiento, evocador de fríos desiertos, paradójicamente primitivo y contemporáneo. Si bien hay que reconocer que no es nada sencillo de escuchar, su actitud atrevida merecería ocupar un lugar más vistoso en la trayectoria de los grandes músicos que en él participan.

jueves, 9 de mayo de 2013

Pesadillas y pájaros de cristal: la otra cara de Ennio Morricone


Lo común es que, en presencia de una melodía famosa y recurrente, no nos preguntemos por el nombre de su compositor, sino que simplemente nos limitemos a tararearla, silbarla o reírnos con un sketch televisivo que la toma prestada.

Un ejemplo de esto lo hallamos en el archiconocido tema de «El bueno, el feo y el malo», filme rey del «spaghetti western» cuyas notas permanecen, casi cinco décadas después, cinceladas en el tímpano colectivo. Si, por hacer una excepción, nos preguntamos por el autor de esta adherente pieza, descubrimos a una figura cuya trayectoria va más allá del desierto almeriense para ocuparse de partituras tan relevantes como las de «La misión» o «Los intocables de Elliot Ness». Y es que, aunque su nombre no se haya pronunciado tantas veces como el de Madonna, más de uno habrá oído hablar de Ennio Morricone, al igual que no resultan del todo extraños nombres como John Williams o Hans Zimmer. Por supuesto, una reputación así no se logra sólo con suerte. La lista de bandas sonoras firmadas por el italiano podría ocupar varios tomos y, dado que la capacidad memorística del público es limitada, resulta inevitable que un gran porcentaje de títulos sean mayoritariamente desconocidos u olvidados después del éxito. Será pues uno de estos casos el que dará carne a nuestro asador musical.

La etapa más célebre de Morricone coincide con las décadas de 1960 y 1970, época de cambios radicales en la forma de entender y facturar cine. A raíz de la comercialización de cámaras de mediano formato, no sólo se redujeron costes en las producciones sino que fue factible rodar a pie de calle, de manera que, de pronto, el objetivo captó cosas que nunca antes se habían filmado. Como una de tantas piezas del engranaje de una película, la música no podía sino evolucionar paralelamente, manifestando una serie de cambios que, en muchos casos, tenían que ver con el abandono de las clásicas y usualmente caras orquestas. Algunas de las más notables bandas sonoras de entonces corrían a cargo de grupos de rock y de jazz o de solitarios artistas sepultados por enormes sintetizadores… Y no olvidemos aquellas películas que carecían de música, como no fuera la interpretada dentro del plano.
Como parte de esta nueva generación de músicos cineastas, el atrevido Morricone no sólo evolucionó en consecuencia, sino que fue uno de los responsables de este gran cambio en la forma de musicalizar. Habitualmente, gustaba de mezclar instrumentos orquestales con otros eléctricos, procedentes del rock, demostrando una loable capacidad de adaptación sin perder su característico sello personal. Una valiosa demostración para comprender hasta qué confines era capaz de llegar Morricone con su música se encuentra en sus trabajos para cine de terror, siendo de obligada mención su propuesta para «El pájaro de las plumas de cristal», debut en 1970 del director Dario Argento.
Añeja fotografía del compositor Ennio Morricone.
Despojado de cualquier reparo creativo, el compositor se desmelena con el proyecto, bebiendo de la vertiente más oscura de la coetánea psicodelia y recurriendo a constantes audacias de vanguardia, siendo inevitables las resonancias de compositores como Arnold Schoenberg o Karlheinz Stockhausen. Así, sumidos en la más sugestiva de las atonalidades, viajamos con Morricone a través de un universo confuso, asfixiante, en el que apenas existen luminosas melodías a las que agarrarse, tan sólo un abrupto descenso a la oscuridad. Clara excepción en semejante paisaje es el tema principal de la película, «Piume di cristallo». Se trata de una nana de aroma antiguo, iniciada por una cantante que con fingida afonía tararea sobre un acorde prolongado de órgano. Otra salvedad sería «Non rimane piú nessuno», tema risueño que combina el exotismo de la bossa nova con unos arreglos orquestales muy recurrentes en Morricone, siendo ésta la única pieza del trabajo en que escuchamos una sección numerosa de cuerda. Y es que el resto de la partitura, el corpus oscuro de este pájaro de cristal, parece carecer de secciones en una particularmente reducida orquesta. Violín, trompeta, flautas, batería, guitarra, bajo y órgano eléctrico son algunos de los instrumentos de esta lúcida pesadilla donde destacamos el papel de la voz femenina como un instrumento más, en ocasiones, casi una percusión, dados los jadeos y estertores que salen de su garganta.

Por supuesto, tan peculiar aventura no podía quedar sin continuación. Ennio Morricone interviene un año más tarde en otros dos filmes de agotador título dirigidos por Argento, «El gato de las nueve colas» y «Cuatro moscas sobre terciopelo gris», antojándose la música de aquél la más destacable de ambas. En esta nueva propuesta, el italiano desarrolla una línea semejante a la de «El pájaro de las plumas de cristal», mas no sin ciertas mejoras a la hora de moldear las piezas, incorporando nuevas audacias con las que amordazar al inocente público y más variedad de timbres y melodías. «El gato de las nueve colas» bien podría ser jugo de otro artículo en el que Quentin Tarantino quedaría involucrado a modo de curiosidad, ya que el cineasta tomó prestado uno de los temas del infortunado felino para su película «Death Proof». Mucho me temo pues que acabo de escribir el comienzo de una nueva historia…