miércoles, 20 de julio de 2016

Tres álbumes para recordar a Dieter Moebius


La pérdida de Moebius dejó vasta rotura en el tejido de la música alemana de vanguardia. Ocurrió hace ya un año, en ese 2015 durante el cual despidiéranse también los emblemáticos jazzistas Ornette Coleman y Charlie Haden, así como el compositor de bandas sonoras James Horner.

Dado que un servidor no es tan propenso a redactar esquelas como a festejar el legado de los artistas, ausentes o no, encuéntrome con el ánimo de recomendar algunos de los más arriesgados álbumes producidos por este músico de origen suizo. Es de recibo apreciar su gusto por el trabajo en equipo y su capacidad para rodearse siempre de buenos músicos y amigos. Tanto es así, que sus proyectos más jugosos forman parte, a mi parecer, de su innumerable lista de colaboraciones más que de sus aportaciones en solitario.


1. Cluster: «Zuckerzeit», 1974

Cualquiera que se precie de conocer a Moebius, sabe de su estrecho vínculo con Hans-Joachim Roedelius, una suerte de mecenas del krautrock al tiempo que músico. En un principio, se fraguó Kluster (con K), un proyecto oscuro y casi pionero de la música industrial que contaba con Conrad Schnitzler como tercer miembro. La posterior transformación en dúo supone el cambio ortográfico (Cluster con C) y el inicio de la mayor aventura de sus vidas.

Una de las peculiaridades de esta «edad del azúcar» –pues de tal forma se traduce «Zuckerzeit» del alemán– es que, por vez primera, Moebius y Roedelius no componen los temas de forma colaborativa, sino cada cual por su lado. Gracias a la separación de firmas, es posible discernir con nitidez los rasgos estilísticos de uno y otro, apercibiéndonos de la melancolía de Roedelius en contraste con las texturas irisadas de Moebius.

Cierto es que el álbum supone un punto de inflexión en la todavía joven trayectoria de los artistas. Por primera vez, escuchamos ritmos marcados en lugar de arrolladoras lenguas de sonido, siendo el regusto sutilmente pop de las piezas, amén de su brevedad, un factor que desconcertó a los oyentes deseosos de viajes cósmicos. No en vano, los músicos contaron con uno de los primeros emuladores de batería jamás utilizados.


2. Moebius, Plank, Neumeier: «Zero set», 1983

Acabamos de saltar nueve años en el tiempo, a la Alemania del tecno y la música industrial. No hace mucho que Conny Plank ha concluido la producción de los álbumes más exitosos de Ultravox, de manera que los bajos sintéticos de «Zero Set» bien podrían recordarnos a los de «Vienna» o «Rage In Eden». Mas hete aquí que el contexto en que se desarrollan es asaz distinto.

La responsabilidad percusiva de Mani Neumeier parece ser el único –y estrecho– lazo con el rock, en tanto que el resto de instrumentación, compuesta mayoritariamente por sintetizadores y secuenciadores, se aboca a un delirio muy calculado. Los sonidos inquietantes, pese a hallarse siempre presentes, se economizan y reiteran para guardar la estética minimalista.

Algunos de los más memorables momentos del trabajo podrían encontrarse en «Recall», una pieza donde escuchamos un canto tribal procedente de algún tipo de biblioteca sonora. Los datos ofrecidos al respecto son muy parcos, pues en la carpeta sólo consta un intrigante «vocal: Deuka, Sudan». Al menos, conocemos su país de origen.


3. Moebius + Tietchens: «Moebius +  Tietchens», 2012

Considérome afortunado por haber asistido a la actuación que ambos músicos ofrecieron en Madrid para presentar su trabajo. El singular concierto, durante el cual artistas y público se encontraron a la misma altura en ausencia de escenario, dispone de su propia crónica en este blog.

Es en pleno siglo XXI cuando Asmus Tietchens y Dieter Moebius logran, por fin, unir sus fuerzas después de treinta años de conversaciones. Pese a que sus autores son amigos desde antiguo, no se percibe en este álbum una pizca siquiera de nostalgia. La aspereza de los cortes y el uso de glitches o errores digitales, evidencian el afán por mantenerse siempre en primera línea de actualidad, desafiando el cliché del artista que se relaja con los años y se contenta con mirar atrás, a aquellos tiempos que fueron mejores.



Sin duda, quedan en el tintero innumerables creaciones no menos interesantes que las aquí reseñadas. Las colaboraciones de Cluster con Brian Eno, los trabajos de Harmonia o ese álbum maravilloso de nombre «Sowiesoso», firmado también por Cluster, son algunos de los ejemplos con los que lamento no extenderme.

Por mi parte, quede de esta guisa festejado mi afecto por Dieter Moebius, un artista que sentíase insultado por la etiqueta krautrock. Inventada por cierto sector chovinista de la crítica británica, viene a significar algo así como rock palurdo, un vocablo tan despreciativo como pudieran serlo pop franchute o rock catalanufo. Afortunadamente, he inventado estas denominaciones al efecto y no ocupan lugar en la prensa seria.

En contestación a tal etiqueta, que otros coetáneos han asimilado como despojada de su sentido peyorativo, definíase Moebius como un músico experimental y rehusaba cualquier otra calificación. Música experimental. ¿Por qué darle más vueltas?

jueves, 14 de julio de 2016

Dos alcarreños en Kentucky: así las gastan los Hermanos Cubero


Sucedióme hace unas semanas que, siendo convidado por un buen amigo a un concierto, me personé en una céntrica salita de Madrid. El lugar rebosaba de modernos, hipsters y demás variantes propias del denominado ambiente cultureta, que habían acudido a El Intruso –llamábase así el establecimiento– a presenciar no el monólogo de un cómico ni el acústico de un proyecto indie, sino un singular repertorio compuesto por jotas, rondones y otras manifestaciones del folclor castellano.

Para explicar un fenómeno tal, en el que los nuevos urbanitas sienten gran interés por algo tan castizo y ceñido al terruño, debemos ahondar un poco en la figura de los Hermanos Cubero, esos elegantes caballeros que, con gran regocijo, nos presentaron las canciones de «Arte y orgullo», su último disco.

Como ya es tradición, Enrique y Roberto aparecíanse enfundados en sus americanas, la de aquel en color azul cielo, al tanto que la de éste, más discreta, cede protagonismo a unas monumentales gafas de pasta. Es en esta imagen cuidada con sumo detalle donde reside parte de la genialidad del dúo. Sin ella, no habría sido posible acceder a un público tan poco frecuente en la música folclórica –por mucho que, como es bien sabido, todos los modernos escuchemos a Isabel Pantoja en la intimidad.

Dado el auge que vive la escena indie en nuestros días, apostar por cautivar a su audiencia con canciones castellanas no es sólo arriesgado e innovador, sino también fuente potencial de un mayor reconocimiento; y es que el gran problema de un país que cuenta con uno de los panoramas folk más jugosos de la actualidad es que el trabajo de sus artistas, aun los más reputados, permanece relegado a un precario segundo plano.


Seducidos por lo viejuno
Antes de seguir contraponiendo los términos folk e indie, cuestión que más de un lector percibirá como errónea, es menester hablar de un fenómeno que me place denominar «paradoja del moderno», según la cual, los artistas y aficionados a la música puntera sentimos predilección por los discos de vinilo o los sonidos retro, aquéllos que recuerdan a épocas pasadas del pop y el rock. Y no mencionemos, ya en materia de moda, ciertos estilismos vintage, que recuperan prendas y diseños que marcaron tendencia hace décadas.

Gracias a esta paradoja, el folk se presenta como un género imprescindible dentro de los gustos indies, mas, ojo al dato, hablamos de un folk de raíz anglosajona, de inspiración norteamericana. Todo folclore exterior a tal ámbito pasaría a nutrir el catálogo de músicas del mundo, frecuentado por un público muy diferente… por lo menos, hasta ahora. Pues qué ingenioso acierto es aproximar nuestra música tradicional a la tímbrica y estética del bluegrass.

Guitarra, banjo, mandolina y voces nasales armonizadas son algunos de los elementos de esta modalidad folclórica tan arraigada en Estados Unidos. El emblemático Bill Monroe, a quien los Hermanos Cubero dedican una jota, fue el responsable de la consolidación y propagación del género desde su Kentucky natal hace más de siete décadas.

De tal legado, los hermanos se han quedado con lo esencial, a saber, las voces que de puro dolor de alma llegan a asemejar aullidos y, sin ir más lejos, la mandolina de Roberto. Una auténtica mandolina de bluegrass que en casi nada se parece a la mandolina clásica europea. Con esta pequeña joyita entre sus dedos, limpia que te limpia con un paño entre canción y canción, imprime el músico su aroma inconfundible a las tonadas castellanas.


Ni que decir tiene que los parroquianos –con todas aquellas damas de floreados vestidos de cuento y los caballeros mesando sus luengas barbas– se mantenían estáticos en una actitud que, si bien distendida, parecía prestar a los Hermanos Cubero la atención que se dedica a una pieza de museo. Tan sólo unos gamberros se afanaban en bailar las jotas tal como lo harían en la plaza de su pueblo, con los pasos cruzados y las castañuelas invisibles en las manos alzadas.


Verso incisivo
Como último desafío para este cronista, resta el asunto de las letras, plenas de sátira y mordacidad, de alegorías en torno a nuestros queridos políticos o de lamentos por la precariedad laboral, incorporando a su particular poesía palabras como «plástico», «electrificar» y aun siglas y palabras en inglés –MCA, Tennessee–. «Ahora tocaremos un instrumental para rebajar la tensión», bromea Enrique tras interpretar la deliciosa «Maldita urraca».

Nótese cómo los temas tratados por los Cubero no rompen del todo con los hábitos de la tradición oral, ya que, en folk, se habla de lo que a uno le rodea. A quien vive en un mundo donde proliferan los ordenadores, los automóviles híbridos y los alimentos bajos en calorías, le será poco natural hablar de la criba o del trabajo de los asnos. En todo caso, se lamentará por la extinción paulatina de tan maltrecha especie.

Y así, entre danza y danza, chiste y chiste –porque los Hermanos Cubero son como dos mozalbetes pletóricos de mofa–, nos sorprende el final de la actuación. A darles la mano y adquirir sus álbumes aproximáronse las gentes, incluidos los gamberros, entre los cuales se hallaba el que estas líneas escribe. La conversación sobre Segovia, las Habas Verdes o los primeros conciertos se prolonga más de lo habitual en una firma de discos, hasta que, finalmente, convenimos en permitir el descanso a los artistas.

Restábamos pues un dulzainero de Cantimpalos, un historiador especializado en archivística y un servidor, dispuestos los tres a quemar la noche madrileña. ¿Qué podría salir mal?